Violaciones sexuales e impunidad militar en Guerrero
Abel Barrera Hernández*
El 16 de febrero de 2002, Valentina Rosendo Cantú, indígena del pueblo Me’ Phaa, fue torturada sexualmente por elementos del Ejército Mexicano mientras lavaba su ropa en un arroyo cercano a Barranca Bejuco, municipio de Acatepec, en pleno corazón de la Montaña de Guerrero. En ese tiempo Valentina contaba con 17 años y tenía dos años de casada con Fidel Bernardino, con quien procreó a su hija Yenis.
El día de la agresión sexual, Valentina salió de su casa como a las dos de la tarde. Mientras lavaba, la abordaron ocho soldados del Ejército Mexicano, que traían a un civil amarrado de las manos. Entre amenazas e insultos la empezaron a interrogar: ¿Dónde están los encapuchados?
Al tiempo que le mostraban la fotografía de una persona le exigían que dijera cómo se llamaba. Un militar le apuntó con su arma y le dijo: ¿Por qué no hablas? ¿Qué no eres de Barranca Bejuco?
En seguida le mostraron una hoja de papel donde estaban escritos varios nombres que le fueron leyendo. Apareció su esposo Fidel y el de Ezequiel Sierra, quien en ese entonces era autoridad municipal de Barranca Bejuco e integrante de la Organización del Pueblo Indígena Tlapaneco (OPIT). Para los militares las 11 personas que leyeron eran de Barranca Bejuco y andaban con los encapuchados.
El silencio de Valentina irritó a los militares y de manera cobarde uno de ellos la golpeó con su arma en el estómago. Valentina cayó sobre las piedras y perdió el conocimiento por unos instantes. En ese momento el mismo militar la agarró de los cabellos y la siguió increpando: ¿Por qué dices que no sabes nada? ¿Qué no eres de Barranca Bejuco?
Postrada sobre las piedras mojadas, el militar le amenazó con matarla si no decía quiénes eran los encapuchados. La golpeó nuevamente en la cara y la sometieron para que un militar la violara. Esto mismo hizo otro militar, mientras los otros seis se apostaron alrededor de ella, para hacer más cruento su sufrimiento.
Valentina después de esta atrocidad corrió semidesnuda hacia el pueblo, y entre sollozos pudo llegar a la casa de sus suegros para refugiarse en los brazos de su cuñada, y esperar la llegada de Fidel.
Desde aquella fecha Valentina ha luchado contra el Ejército y el aparato de justicia a riesgo de su propia vida. Pidió el apoyo de la autoridad comunitaria, quien se lo negó por temor a sufrir alguna represalia. Acudió con la OPIT para interponer la queja ante las comisiones de derechos humanos y la denuncia ante el Ministerio Público de Ayutla de los Libres. Desde el día que se interpuso la denuncia, el Ministerio Público declinó su competencia para turnarla al fuero militar, que en los hechos ha sido sinónimo de impunidad.
Otro caso de violación sexual sucedió el 22 de marzo de 2002 en la comunidad de Barranca Tecuani municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero. Se trata de Inés Fernández Ortega, una indígena del pueblo Me’Phaa, que fue violada en el interior de su casa por un militar. El testimonio que Inés presentó al Ministerio Público narra que como a las tres de la tarde del día 22 de marzo, 11 militares se metieron sin permiso al patio de su casa. Ella recuerda que se encontraba en su cocina preparando agua fresca para sus hijos Noemí, Ana Luz, Colosio y Nélida, cuando vio que ocho de los militares empezaron a recoger la carne de res que su esposo había tendido sobre unas cuerdas en su patio. En lugar de gritar a los militares para que no se robaran la carne, prefirió esconderse en su cocina. Hasta ahí llegaron tres militares que la encañonaron y la increparon: ¿Dónde fue a robar carne tu marido? ¿Vas a decirnos adónde fue o no vas a hablar? ¿Ustedes son narcotraficantes?
Inés no pudo contestar nada porque no habla español.
Uno de los militares la agarró de las manos y la obligó a tirarse al suelo. Inés fue inmediatamente sometida, por la fuerza del militar y por las armas que la encañonaban. Sin que les importara la presencia de sus pequeños hijos (que lloraban al ver a su madre tirada en el piso), un guacho se abalanzó sobre ella para violarla. Los otros dos militares se encargaron de proteger al violador y de correr a los niños.
Noemí, la hija mayor de Inés, testificó que el militar que abusó de su mamá portaba en su uniforme una insignia del 41 batallón de infantería. Ella corrió a la casa de su abuelo para refugiarse con sus hermanos. Ante el temor de perder la vida, el abuelo optó por cerrar su casa, mientras Inés era ultrajada por los militares.
Ante este hecho deleznable Fortunato Prisciliano, esposo de Inés, pidió el auxilio del comisario municipal para interponer la denuncia. Acudieron también a la oficina de la OPIT para presentar la queja ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos y la denuncia en el Ministerio Público el 24 de marzo de 2002. De nueva cuenta la historia de la impunidad se repitió: el Ministerio Público dejó en manos de la justicia militar la investigación del caso.
Tanto Inés como Valentina fueron violadas por elementos del Ejército en un contexto de guerra de contrainsurgencia. Desde la masacre de El Charco, acaecida el 9 de junio de 1998, donde el Ejército asesinó a 11 indígenas, no ha cesado la persecución contra los miembros de la OPIT ni de la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco (OFPM). Las mujeres se han transformado en el blanco de ataque para causar terror y destruir la organización comunitaria.
Ante la falta de garantías para acceder a la justicia en nuestro país, Inés y Valentina acudieron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que determinó remitir los dos casos ante la Corte Interamericana. El caso de Inés Fernández fue abordado en la audiencia del 15 de abril realizada en Lima, Perú, mientras que en el caso de Valentina, la corte tiene programada una audiencia para este 27 de mayo en San José, Costa Rica.
Son las mujeres indígenas las que están dando la batalla a riesgo de su seguridad y de su vida para romper el muro de la impunidad causada por el fuero militar.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
El amparo a los presos de Atenco
Adolfo Gilly
Marcha de integrantes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y otras organizaciones, el pasado día 4, en demanda de la liberación de los detenidos en mayo de 2006 en AtencoFoto José Carlo González
Llevan ya cuatro años encarcelados en el penal de Molino de las Flores nueve presos de San Salvador Atenco. Cuatro años, así nomás porque sí. El mayor de ellos, Inés Rodolfo Cuéllar Rivera, tiene 42 años. Es el único de esos nueve que pertenecía al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra cuando en aquel inicio de mayo de 2006 cayeron sobre la indefensa población de Atenco las fuerzas represivas de los gobiernos federal y del estado de México y golpearon, vejaron, violaron y mataron. Pero Inés Rodolfo no estaba en la calle: lo sacaron de su casa, a él y a su mujer, y allí también fueron los destrozos y los golpes.
Los otros ocho tienen entre 23 y 32 años de edad. Son pobladores de Atenco o de los pueblos vecinos: artesanos, albañiles, trabajadores. No pertenecían a ninguna organización. Allá estaban porque allá vivían, como todos los atenquenses y sus vecinos. Se los llevaron entre los cientos de golpeados y apresados. Les tocó la mala suerte de que a ellos los dejaran en la cárcel, en virtud de un proceso plagado de fallas procesales y falsos testimonios copiados unos de otros, sustentado en una acusación: secuestro equiparado
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Esta figura penal significa que la retención por unos momentos de funcionarios municipales que querían impedir con prepotencia que los floristas vendieran, como siempre, sus flores en el mercado del lugar –retención con la cual, además, ninguno de estos presos tuvo nada que ver– se equipara a un secuestro, como el de Diego Fernández de Cevallos, por ejemplo, para no mencionar otros hechos siniestros de la marea criminal que azota a México y, desde el Presidente abajo, tiene a sus autoridades en la atonía y el desconcierto.
Tan se equipara, que los jueces de sentencia condenaron a los nueve presos de Molino de las Flores a 31 años y 11 meses de cárcel cada uno. Les fue mejor que a los otros tres apresados entonces, Ignacio del Valle, Felipe Álvarez y Héctor Galindo, recluidos en la cárcel de alta seguridad del Altiplano. A Ignacio le echaron una condena de 112 años seis meses de cárcel, a Felipe y Héctor tan sólo 67 años seis meses a cada uno. Por qué, además, están en esa cárcel y no con los otros nueve, nadie aún lo ha explicado bien a bien.
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Como cualquier jurista o cualquier persona sensata puede saber, utilizar el Código Penal de este modo significa vaciar de significado toda la legislación penal, si con tanto arbitrio ésta puede usarse según los casos y los dictados del poder; y a todo el edificio de procedimientos legales de la justicia, pensado para asegurar la aplicación equilibrada de aquella legislación.
El proceso fue atraído por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en febrero pasado, en calidad de amparo directo. De la Suprema Corte depende ahora en este caso, como en el pasado en tantos otros, que sea restablecida la validez de la legislación penal; y que ésta no sea utilizada, como sucede tantas veces, como instrumento de la política, de la corrupción o del dinero.
En el clima de incertidumbre y miedo que vivimos todos en México; en este territorio sin ley donde estamos entre el fuego cruzado de narcos, militares, paramilitares y simples asaltantes solitarios, restablecer el imperio de la justicia en este caso que se ha vuelto ejemplar no sería poca cosa. No hará que se detenga la guerra; no hará aparecer al día siguiente a los desaparecidos de Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Chiapas, Sonora, Chihuahua, Tamaulipas y para qué seguir la lista; no podrá contener el proceso de delicuescencia de los poderes federales y estatales y de sus agencias del Ministerio Público; no hará temblar a Enrique Peña Nieto, que en Atenco ya se salió con la suya y tiene hoy otros casos truculentos por los cuales responder.
Haría simplemente algo muy sencillo: encender una luz de sensatez y equilibrio en alguno de los poderes del Estado; hacer comenzar a pensar que hay alguna puerta a la cual se puede tocar en demanda de justicia; hacer saber a los jueces, a los agentes del Ministerio Público, a los litigantes, a los desamparados, que allá en algunos casos alguien vela y quiere resolver en justicia.
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Todo esto que digo, lo sé, suena a ilusión azul o a inocencia jurídica ante la real y verdadera Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero no. Estoy diciendo que por algún lado es preciso dar pasos, aún pequeños, para detener la guerra interior de un aparato estatal descontrolado que creía que podía encarcelar, secuestrar, golpear, matar, sin que esa onda se le revirtiera y entrara como marea negra en la resolución de sus propios conflictos.
Si no entienden que el reciente secuestro entre ellos de uno de ellos es una tragedia de todos –incluidos los que abominan de la víctima–, es porque han perdido la noción elemental de que se ha llegado al punto en que, si no hay una norma de justicia al alcance de todos, la justicia no existe para nadie. Entonces es la violencia desnuda la que decide desde el menor conflicto entre escolares o entre vecinos, hasta el mayor entre quienes ejercen el poder político o detentan el económico.
Estuvimos el pasado 20 de mayo en el penal de Molino de las Flores, junto con Julieta Egurrola y Daniel Giménez Cacho, visitando a los presos de Atenco. En otra nota referiré nuestras conversaciones con ellos, sus esperanzas y sus opiniones; y nuestra entrevista a la salida con el director del penal y con el subdirector de Readaptación Social del gobierno del estado de México, licenciado Miguel Ángel Estrada Valdez, que a pedido nuestro tuvieron la atención de esperarnos las dos horas que duró la visita a los presos. Será bueno referir cómo éstos viven el encierro; y también nuestras solicitudes a los dos funcionarios.
Pero antes otra urgencia se impone: decir, insistir, repetir que, es cierto, el amparo y la libertad para los 12 presos de San Salvador Atenco no podrá reparar los cuatro años de su vida que les robaron en el encierro a ellos y a sus familias; pero podrá hacer cesar la flagrante injusticia de que son víctimas y dar validez ejemplar a esa figura única del sistema jurídico mexicano: el juicio de amparo.
Sería un mensaje de distensión y sensatez y, sobre todo, un acto de justicia. ¿Será?