México: Ayutla: La militarización y las ejecuciones selectivas
En los últimos 10 años han sido asesinados alrededor de 20 líderes comunitarios y defensores de derechos humanos en Ayutla, pequeño municipio de la Costa Chica guerrerense.
Zózimo Camacho | Proceso/Chacatorex |
Zósimo Camacho / Julio César Hernández, fotos / enviados
Ayutla de los Libres, Guerrero. Un pelotón de infantería se apuesta en la calle principal de esta cabecera municipal habitada por poco más de 6 mil personas. Si se les pregunta, los soldados dicen resguardar “los paquetes electorales” que supuestamente se encuentran en las oficinas de los distritos 14 (local) y sexto (federal).
Lo cierto es que los militares se encuentran en este lugar desde el 7 de junio de 1998, cuando fueron asesinados 11 indígenas en El Charco, comunidad serrana dependiente de este municipio. La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) reportó un enfrentamiento entre efectivos del Ejército Mexicano y guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI); pobladores y organizaciones de defensa de los derechos humanos señalaron que se trató de la matanza de indígenas indefensos.
Los militares han pasado a formar parte del paisaje. Durante semanas, son dos los pelotones que llegan del 48 Batallón de Infantería con sede en Cruz Grande. En otras, sólo un pelotón permanece a las puertas de las oficinas.
A 200 metros, la plaza cívica es una algarabía en me’phaa o tlapaneco, na’saavi o mixteco y español: es día de tianguis y los puestos de los indígenas han desbordado los locales del mercado. La comandancia de la policía municipal despacha en el palacio del ayuntamiento. Entre 20 y 25 elementos con armas largas resguardan el parque. Los fusiles de asalto AR-15, las botas altas con casquillos de acero, los cabellos recortados y los uniformes camuflados hacen parecer a esta corporación policiaca un agrupamiento del Ejército Mexicano.
Militares y policías municipales no son los únicos armados en este pueblo de la Costa Chica guerrerense, también rondan patrullas de la Policía Federal, la Policía Estatal Preventiva y la Policía Investigadora Ministerial, esta última dependiente de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guerrero y que viste de civil.
El pequeño municipio es el más peligroso, en todo el país, para los defensores de los derechos humanos. La saturación militar y policial es vista por las propias organizaciones no gubernamentales como parte del acoso orquestado en contra de ellas.
Desde el 9 de abril de 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) solicitó medidas cautelares a favor de 107 defensores de derechos humanos de las organizaciones que trabajan en la zona: la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (Kabaxo Xuaji Guini Me’phaa, OPIM por sus siglas en español), la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco (OFPM) y el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan. La mayoría de los defensores son indígenas me’phaa y na’saavi.
En la resolución de la presidencia de la CIDH se establece que el Estado mexicano debe preservar “la vida y la integridad” de 107 personas. El documento enlista que las medidas de protección deben ser para 41 integrantes de la OPIM; 29 de Tlachinollan; Inés Fernández, me’phaa abusada sexualmente por militares, y su familia; Obtilia Eugenio, líder me’phaa, y su familia, y los familiares de Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas, líderes na’saavi de la OFPM asesinados en febrero de 2009.
A pesar de que el Estado mexicano se comprometió a cumplir con el dictado de la CIDH, los defensores de derechos humanos deben trabajar sin garantías. La oficina de Tlachinollan fue cerrada desde el 25 de marzo de 2009 y la dirección de la OPIM, encabezada por Obtilia Eugenio Manuel, se vio obligada a salir del municipio.
A diferencia de otras regiones de Guerrero, las de la Costa Chica y Montaña no son rutas de trasiego de drogas ni albergan campos de siembra de marihuana o amapola. Lo que abunda en la zona son las asambleas y los proyectos comunitarios impulsados por la OPIM y la OFPM. Más de 50 comunidades comenzaron a organizarse por estas dos vías para defender sus derechos humanos y colectivos y exigir carreteras, escuelas, clínicas y subsidios agrícolas.
—Los gobiernos siguen teniendo esta imagen conspirativa de los indígenas de Guerrero: si te organizas, seguro eres guerrillero. Y, en esta lógica, las organizaciones de defensa de los derechos humanos son el brazo político de la guerrilla. Si eres indígena pobre, seguro conspiras. Y si, además, te organizas, seguro preparas la subversión. Ésa es la visión con que se trata a los pueblos indios, señala el director de Tlachinollan, el antropólogo Abel Barrera Hernández.
La presencia del Ejército Mexicano y de las corporaciones policiales federales, estatales y municipales sólo parecería responder a la búsqueda de una columna del ERPI, la encabezada por el comandante Emiliano que anda en un corredor que va de la Costa Chica a la Montaña: 30 municipios con decenas de comunidades cada uno.
—En El Charco (el 7 de junio de 1998) mataron a varios líderes y comisarios de las comunidades. Los militares dijeron que los que estaban en la escuela de esa comunidad eran de un grupo armado. Pero cómo van a ser de un grupo armado si los compañeros asesinados no traían ni zapatos; unos, ni huaraches tenían –dice Arturo Campos Herrera, líder indígena de la comunidad de San Felipe y activista en la defensa de los derechos humanos.
Luego de la saturación policial y militar, comenzaron a aparecer en la región grupos paramilitares que, a decir de las organizaciones defensoras de derechos humanos, tienen la encomienda de entorpecer la organización de los pueblos indígenas y asesinar a los líderes de la región. De tal suerte, los hechos ocurridos en El Charco desataron una oleada de asesinatos que en número superan a los cometidos en aquella masacre.
El indígena na’saavi de 38 años de edad dice que más de 20 líderes comunitarios fueron asesinados después de la masacre de El Charco. Todos estaban organizados en la Organización Independiente de Pueblos Mixtecos y Tlapanecos (OIPMT), antecedente de la OPIM y de la OFPM.
—El Ejército metió mucha inteligencia militar en la zona y paramilitares. Y comenzaron a crear muchos conflictos en las comunidades. Los asesinatos comenzaron con el de Rogaciano González, de la comunidad Ocote Amarillo. Lo mataron allá en su comunidad. Luego siguió el de uno de los líderes de El Charco: Marcelino Petrunio. Lo mataron cuando venía bajando a Ayutla.
Al primero lo ultimaron con una pistola de calibre .9 milímetros. Al segundo, con un fusil AR-15. “En la zona no existen ese tipo de armas como para que el gobierno pueda decir que entre mixtecos se están matando”, advierte Arturo Campos, líder de la OIPMT de 2000 a 2002.
Bertoldo Martínez, activista por los derechos humanos y representante de la Asamblea Popular de los Pueblos de Guerrero, dice que los grupos de sicarios y paramilitares llegaron al mismo tiempo que la militarización y saturación policial.
—Eso de la delincuencia organizada es nuevo en Ayutla. Cualquier asesinato se dice que fue cometido por la delincuencia organizada, y ya: ahí queda. Pero esos grupos llegaron con el Ejército, y éste los protege: son los mismos. Lo que está ocurriendo en Ayutla es una cuestión de contrainsurgencia, y todo porque las comunidades indígenas se organizaron por sus derechos.
La lista de líderes comunitarios y defensores de derechos humanos ejecutados continúa: Eugenio Librado, de Ocotitlán; Catalino Rodríguez, de La Concordia; Eugenio Ramírez, de Tenanitla; Francisco Morales Castro, de San Pedro Cuxcatlán; Porfirio Hernández y Armando García de El Paraíso; Esteban Pitazo…
—Está el caso del asesinato de casi una familia entera de la comunidad de Barranca de Guadalupe: mataron a la mamá, una hija y dos hijos –señala Arturo Campos Herrera.
Se trata de parientes de la actual líder de la OPIM, Obtilia Eugenio Manuel. Las cuatro personas fueron interceptadas y ejecutadas cuando regresaban a su domicilio luego de una jornada de trabajo. Los hechos ocurrieron el 4 de julio de 2003. Fueron asesinados Eugenio Eugenio Neri, de 18 años; Antonino Eugenio Neri, de 20; Marcelina Eugenio Neri, de 23, y Fausta Neri Evaristo, de 48. Sobrevivió Ricardo Eugenio Rufina, de 53 años, padre y esposo de las víctimas. En la emboscada participaron aproximadamente 12 hombres.
También fueron ultimados: Severiano Lucas, de Barranca de Guadalupe; Héctor Romero Ríos, de Ayutla de los Libres; Raúl Lucas Lucía, de El Charco; Manuel Ponce Rosas, de La Cortina; Homero Lorenzo Ríos, de Ayutla de los Libres… El más reciente, el periodista Jorge Ochoa Martínez…
—Esto en cuanto a los asesinatos; pero también el mismo gobierno metió a la Secretaría de Salud (federal) para esterilizar forzosamente a todas las familias de la zona.
Arturo Campos Herrera se refiere a las vasectomías practicadas, entre 1999 y 2001, a 30 indígenas na’saavi y me’phaa de las comunidades El Camalote, La Fátima, Ojo de Agua y Ocotlán. Por estas acciones, se emitieron las recomendaciones 34/2004 y 18/2004 de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, respectivamente.
Además de los asesinatos y la esterilización forzada, las comunidades indígenas han padecido la instalación de campamentos militares sobre sus milpas, el robo de ganado y la destrucción de huertas. También, la violación de mujeres.
El 16 de febrero de 2002, Valentina Rosendo, entonces de 17 años, lavaba ropa en un arroyo cerca de su comunidad, Caxitepec, municipio de Acatepec. Fue atacada por ocho soldados. Luego de ser golpeada e interrogada sobre el paradero de una persona, fue violada por dos militares mientras seis observaban. Luego de la denuncia interpuesta ante el Ministerio Público, la procuraduría guerrerense declinó su competencia ante la justicia militar, la cual archivó el caso por “no acreditar” la violación sexual.
Inés Fernández, de 27 años, se encontraba realizando labores domésticas cuando un grupo de soldados irrumpió en su casa de Barranca Tecuani, Ayutla. Fue golpeada y violada por militares el 22 de marzo de 2002. Como en el caso de Valentina, la justicia militar mandó el caso al archivo. A ocho años de los hechos, las indígenas esperan justicia con el fallo de la CIDH que está por emitirse.
La impunidad
Pasaba de la una de la tarde cuando tres hombres armados ingresaron abruptamente a la escuela secundaria Plan de Ayutla, ubicada en la colonia Barrio Nuevo de esta cabecera municipal. Transcurría el 13 de febrero de 2009; soplaban vientos perennes y cálidos en toda la Costa Chica de Guerrero.
Minutos antes se habían inaugurado las nuevas oficinas de la secundaria y los discursos ya habían concluido. El convivio también estaba por finalizar y el sopor comenzaba a ganar a los asistentes. Directamente, los secuestradores se plantaron ante Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas, presidente y secretario, respectivamente, de la OFPM, quienes, repantigados, ocupaban sendas sillas en el patio de la escuela.
—¡Tú, párate! –le espetaron a Manuel mientras lo sacudían bruscamente. Con sorpresa, Raúl se volvió a ver lo sucedido. Intentó preguntar, pero una tunda cayó sobre su cabeza. Los hombres armados dijeron ser policías y se llevaron a los indígenas na’saavi en un automóvil negro.
—Él fue a ese evento porque yo le dije que me acompañara –dice Guadalupe Castro Morales, viuda de Raúl. Contiene las palabras que salían en tropel. Guarda silencio. Respira.
—Comenzamos a buscar. Fui a las oficinas de Tlachinollan. Hicimos llamadas hasta las tres de la mañana y no supimos nada. Les dije: “Yo sé que ustedes son licenciados y han defendido a mucha gente. Ojalá puedan hacerlo con mi esposo”.
Buscaron en la cárcel de Ayutla, en agencias del Ministerio Público del estado, en el Juzgado Calificador, en el Centro de Internamiento y en las dependencias de la zona militar con sede en Acapulco, Guerrero. Más tarde se enterarían que las autoridades no sólo decían desconocer el paradero de los líderes mixtecos, sino que, a pesar de las denuncias, no movieron un dedo para dar con ellos. Meses después, el 28 de diciembre de 2009, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos emitiría la recomendación 78/2009 dirigida al gobierno de estatal de Zeferino Torreblanca, toda vez que “se acreditó que servidores públicos” de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guerrero y de la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno del estado “violaron en perjuicio de los agraviados occisos, así como de sus familiares, los derechos humanos a la legalidad, a la seguridad jurídica y al acceso a la procuración de justicia”.
Los restos mortales de Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas fueron “descubiertos” por policías ministeriales en un paraje solitario de la comunidad de San Francisco, en el municipio de Tecoanapa, el 20 de febrero de 2009, exactamente una semana después de que los líderes indígenas habían sido levantados.
—Me faltó fuerza. Sentí vacío. No quería que mis hijos se enteraran. Luego me sentí peor. Ya no era yo. Ya no escuchaba. Y me sentí como nunca me había sentido en mi vida.
Guadalupe Castro habla desde una modesta casa de tejamanil y palopique a las afueras de Ayutla. Aunque la familia es de la comunidad El Charco, debieron bajar a la cabecera por sentirse más vulnerables en su lejana comunidad de tierra rojiza, cañas de azúcar y trapiches.
Al interior de la choza ha levantado un altar en memoria de su esposo. Su hijo, de 17 años, y su nuera, de 16, sirven chilate. Sentada sobre el piso de tierra, la familia degusta el agua refrescante hecha con cacao. Esporádicamente, al interior de la casa corretea un par de lechones macilentos.
—Mi esposo había recibido amenazas, tanto de militares, como de policías del ayuntamiento y de la comandancia. Siempre tuvo problemas con ellos porque esas personas siempre tratan mal a la gente indígena, a la que no sabe hablar; la sobajan. Y, en los retenes, siempre bajan las bolsas de los indígenas para registrarlas. Y mi esposo se oponía.
Preso de conciencia
—Nosotros andamos defendiendo el territorio, nuestros hijos y la familia; por eso estoy aquí –dice Raúl Hernández Abundio desde la cárcel municipal de Ayutla. La luz y el bullicio de la calle se disipan apenas se cruza el umbral de rejas de hierro y gruesas puertas de madera carcomida.
El indígena me’phaa, de 30 años, se encuentra recluido en esta vieja casona de sórdidas paredes azules y techo de teja, que alberga a más de 200 internos, desde el 17 de abril de 2008. Ese día, junto con cuatro campesinos más fue detenido por efectivos del Ejército Mexicano y elementos de la entonces Agencia Federal de Investigación (AFI) en uno de los caminos terregosos que conducen de esta cabecera municipal a las comunidades indígenas de la sierra. Raúl se dirigía a su pueblo, El Camalote.
Los cinco indígenas me’phaa aprehendidos ese día fueron Orlando Manzanares Lorenzo, Manuel Cruz Victoriano, Romualdo Santiago Enedino, Natalio Ortega Cruz y Raúl Hernández Abundio.
Desde ese día, organizaciones de defensa de los derechos humanos denunciaron que la detención de los activistas era, en realidad, un acto represivo del gobierno mexicano en contra de los indígenas organizados en la OPIM. El 19 de marzo de 2009, tras obtener un amparo que declaró ilegal e injusta su detención, cuatro indígenas fueron puestos en libertad. Sólo Raúl permaneció en prisión porque el Poder Judicial Federal señaló que su inocencia se tiene que demostrar en el proceso que se le sigue en Ayutla. El 22 de enero pasado, Amnistía Internacional exigió al gobierno mexicano la liberación del campesino, a quien declaró “preso de conciencia”.
Orador en su lengua, se muestra frustrado ante su español entrecortado. Balbucea: “Me detuvieron (en el) año (de) 2008, 17 de abril. Ese día (nos) topamos con soldados en (el) crucero (de) Tecruz. Y eran soldados y AFI y judicial estatal; más de 15 carros”.
Los campesinos viajaban en una camioneta luego de asistir a una protesta contra el aumento al precio del fertilizante. Fueron interceptados en un retén de las Bases de Operaciones Mixtas, las cuales –según la Secretaría de la Defensa Nacional– se integran con fuerzas federales (Ejército, Marina Armada de México y Policía Federal) y estatales (corporaciones policiacas del estado). Según la propia dependencia, en respuesta a la solicitud de información 06122005, existen 35 bases de este tipo en todo el país.
—Nos bajaron de la camioneta y nos tomaron datos y fotos. Por radio dijeron: “Aquí está julano y julano”. Nos subieron a sus carros y nos trajeron para acá con bien harta polvareda.
A los campesinos se les acusó de haber asesinado al agente de inteligencia militar Alejandro Feliciano García. El informante del Ejército Mexicano fue muerto por arma de fuego el 1 de enero de 2008 en las inmediaciones de la comunidad El Camalote.
—Nos dijeron que teníamos orden de aprehensión. No nos espantamos nada porque la mera verdad nosotros no hicimos eso (el asesinato del informante del Ejército). A cada uno nos metieron en un cuarto y nos decían que dijéramos quién mero fue el que lo mató. Y querían que yo a fuerzas dijera que había sido uno de los compañeros –dice Raúl Hernández.
Explica que desde el momento de su detención se le prohibió hablar en su lengua con sus acompañantes. Incluso, los indígenas me’phaa fueron encañonados y golpeados con las culatas de los fusiles por comunicarse entre ellos que tenían hambre y sed.
Rechaza haber participado de alguna manera en el asesinato del agente de inteligencia militar: “No hay nada, nada, que me inculpe. Yo pido que el gobierno ya haga justicia”.
Rayos de luz se cuelan por las rendijas de las ventanas despostilladas. Las corrientes de aire no terminan de ventilar el ambiente acre del penal, pero alcanzan a traer parte de la gritería del mercado callejero. Raúl suspira y levanta la mirada. Sus palabras se aletargan aún más.
—En El Camalote sembramos maíz, jamaica, calabaza, frijol… Tengo que salir. Mi familia sufre. A veces mi familia se baja (a visitarlo a la cárcel) y gasta dinero. Mi familia me dijo: “Cuándo vas a salir, ahora quién va a sembrar”. Y yo le dije a mi familia: “Aguántate, el gobierno me está castigando por algo que no hice”. Mi familia no tiene dinero ni para jabón. Tengo una hija de 10 años que va a la escuela primaria y la maestra ya le dijo que si no compra el uniforme no va a entrar a la escuela.
La profesora que exige el uniforme a las paupérrimas familias de El Camalote es Fernanda Rojas Santana, esposa de Romualdo Remigio Cantú, a quien integrantes de la OPIM señalan como “el cacique” del lugar y adversario de la organización indígena.
Cabello recortado y bigote ralo, Raúl señala que los embates contra los pueblos indios y campesinos terminarán por revertirse contra las autoridades. “Nosotros los campesinos sólo queremos sembrar. Los campesinos somos los que producimos. Vendemos para toda la gente y también para el gobierno. Si nosotros no sembramos, ni modo que el gobierno coma papel nomás”. sigue aquí...
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