Seguridad Pública y Sistema de Justicia Penal
- La iniciativa para reformar el fuero militar, enviada por Felipe Calderón al Senado el 18 de octubre, constituye un buen ejemplo del grado de compromiso gubernamental con los derechos humanos.
- Los cambios propuestos son cosméticos, modifican algunas circunstancias pero no van a fondo para poner fin a las condiciones estructurales que posibilitan y alientan la comisión de violaciones de derechos humanos.
Luis Arriaga/Centro Prodh a 27 de octubre de 2010, IX Foro de Derechos Humanos ITESO
1.- Abusos militares
Destaca, en primer lugar, como fuente de violaciones a los derechos humanos el despliegue del ejército como parte de la estrategia sexenal de seguridad pública, aunque la Secretaría de la Defensa ha manifestado ya que se prolongará la participación militar más allá de este sexenio. Organizaciones civiles y organismos internacionales se han pronunciado reiteradamente sobre esta participación exigiendo que se consolide la seguridad como tarea de las instancias civiles y que el ejército y la armada retornen (inmediata o gradualmente) a sus cuarteles para desempeñar exclusivamente las tareas asignadas en la Constitución.
Alrededor de agosto de 2009, en el contexto de una solicitud hecha a la Suprema Corte de Justicia de la Nación por el Frente Cívico Sinaloense, el Centro Prodh y Fundar, se dio un amplio debate sobre la aplicación del fuero militar a los delitos cometidos por personal castrense contra civiles. Este uso inconstitucional del fuero, reconocido en el artículo 13 de la Constitución pero ampliado indebidamente en el artículo 57 del Código de Justicia Militar, ha propiciado la impunidad en numerosos casos de abusos militares rigurosamente documentados por las organizaciones civiles en México. La solicitud hecha a la Suprema Corte tenía que ver con un caso específico: el asesinato de cuatro civiles, que viajaban en una camioneta y no iban armados, al pasar por un retén cuya señalización era deficiente; los militares abrieron fuego contra ellos. Las investigaciones y el proceso de los militares fueron realizados ante las instancias castrenses, lo que generó opacidad e intimidó a las familias. Fueron la opacidad y la falta de acceso a la justicia las que condujeron a buscar que el caso fuera visto por la justicia civil.
Al mismo tiempo que el debate, en el que voces importantes señalaron la necesidad de realizar una adecuación a los estándares democráticos, el Ejecutivo federal ejerció presión sobre los magistrados de la Corte a fin de no revisar el asunto planteado. El desenlace no fue favorable: los magistrados optaron por señalar que no había interés jurídico por parte de los solicitantes (la esposa de una de los civiles asesinados).Se perdió con ello una valiosa oportunidad para poner alto a la impunidad.
Las sentencias recientes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos han ordenado al Estado mexicano la modificación del artículo 57 del Código de Justicia Militar. Ha sido esta la razón de la iniciativa presidencial arriba indicada. Pero en lugar de acabar radicalmente con la práctica de procesar a miembros del ejército en su propio fuero la propuesta solamente excluye de éste tres delitos: desaparición forzada, violación y tortura. Tampoco excluye a las autoridades militares del proceso por lo que deja vía libre para la reclasificación de los delitos o para la realización deficiente de investigaciones.
La participación de instancias civiles y militares en los casos de abusos cometidos por estos últimos, con ciertas ventajas para las autoridades castrenses, abre un margen de arbitrariedad que en la práctica se traduce en la persistencia de la impunidad. Por lo tanto, la única manera de sancionar eficientemente a los perpetradores de violaciones de derechos humanos consiste en restringir el fuero de guerra a asuntos estrictamente relacionados con la disciplina militar, es decir, excluir de éste todos los delitos.
Ante la Corte Interamericana se encuentra actualmente en proceso el caso de los campesinos ecologistas Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera. Los abusos cometidos por los militares contra ellos no se limitan a los tres de la iniciativa de Felipe Calderón. Fueron detenidos arbitrariamente, es falso que hayan sido detenidos en flagrancia, además fueron presentados con mucha dilación ante una autoridad civil, la cual, por ser el nuestro un país marcadamente estamentado, suele sujetarse casi siempre a lo que le ordenan los estamentos privilegiados, por encima de lo que establecen las leyes. De ser aprobada la reforma presidencial no se podría sancionar en el fuero civil a los militares que detuvieron a Rodolfo y Teodoro. Con ello la impunidad seguiría siendo el rasgo principal en la actuación de los militares.
Los abusos, según las estadísticas que el Centro Prodh realiza a partir de la información publicada en algunos medios, no se limitan a los tres de la iniciativa presidencial. De julio de 2009 a junio de 2010, según nuestro conteo, en 80 casos de abusos militares, los cinco tipos más frecuentes fueron: agresión física (que no en todos los casos constituye tortura), detención arbitraria, ataque con arma de fuego, cateo sin orden judicial y homicidio. Es decir, casi todos los abusos no podrían ser vistos por la justicia civil pese a las modificaciones. En otras palabras, se perpetúa la impunidad atendiendo a la máxima de realizar algunas modificaciones para que nada cambie.
2.- Seguridad
Esta situación, inadmisible, es tolerada por las autoridades gubernamentales que hasta hoy han ejercido el poder con base en acuerdos de facciones que reclaman para sí cuotas de poder. Se promueve un discurso de derechos humanos que en la práctica es visto como un límite para la aplicación de medidas autoritarias que constituyen la norma en la actuación de numerosas instancias gubernamentales. Tal ha sido la situación en materia de seguridad, vista en función de la estabilidad del Estado (de los grupos de interés que tienen primacía en él) y no en función de las personas. No puede ser más claro al respecto el discurso que clasifica a las víctimas como efectos colaterales, o el anuncio de que habrá que sacrificar a algunas personas para alcanzar la tranquilidad.
Para perpetuar el autoritarismo funciona muy bien la creación de un enemigo. El enemigo en este sexenio ha sido el narcotráfico, pretexto a modo para resignificarlo todo. Los homicidios (no ejecuciones), la privación ilegal de la libertad (no levantones), las extorsiones, los sobornos y numerosos delitos son ahora fácilmente diluidos, sin investigación alguna, al atribuirse de modo automático a los narcotraficantes. Los poderes (constituidos legalmente o fácticos) encuentran en este ambiente una atmósfera en la que se mueven con total impunidad. Sin duda alguna el contexto es ideal para quienes han prosperado pasando por encima de cualquier regulación. Actúan con impunidad los narcotraficantes, las bandas de secuestradores, los grupos dedicados al robo de bienes específicos (ganado, autos, gasolina), asesinos de mujeres por razón del género, violadores, traficantes de personas, etcétera. Y también aprovechan esta impunidad quienes cometen delitos de cuello blanco, cambian de un puesto a otro en el gobierno sin ser sancionados por aprovechar las relaciones políticas, evaden procesos penales por su posición privilegiada, obtienen concesiones en procesos opacos o sucios...
Una acertada estrategia de seguridad debe partir del reconocimiento de la complejidad del fenómeno de la delincuencia. No delinquen los pobres por ser pobres, ni están más propensos a delinquir; no delinquen los jóvenes por serlo o por habitar en regiones marginadas; tampoco se explica la delincuencia por la existencia de relaciones familiares calificadas arbitrariamente de disfuncionales. Los factores que hacen posible el delito tienen que ver con el conjunto de condiciones sociales, es decir, con la situación económica, con la existencia de opciones, con la disponibilidad de los recursos, con las relaciones construidas. Entre estos factores la impunidad constituye un poderoso aliciente. Y generalmente son favorecidos por la impunidad quienes tienen más recursos a su alcance: dinero, abogados, relaciones políticas, por ejemplo.
La reducción de la política de seguridad al combate a un grupo (con una forma de combate: el ataque armado) y a un tipo específico de delitos muestra lo erróneo del diagnóstico y, por lo tanto, lo erróneo de las medidas adoptadas. No queda sino concluir que se está magnificando a un enemigo y su combate constituye la coartada idónea para invisibilizar muchos otros procesos delictivos y muchas otras formas de violencia.
Es inconcebible la magnitud que ha alcanzado el narcotráfico, por ejemplo, sin el empleo de recursos que favorezcan su actuación. No se trata solamente de las enormes cantidades de dinero, sino de la complicidad (u omisiones) del sistema financiero; no es solamente la debilidad o corrupción de los cuerpos policiales municipales, sino la complicidad de altas instancias gubernamentales y la similaridad en el actuar arbitrario y autoritario. Y lo sucede con delitos que requieren altos grados de organización y enormes recursos.
Abordar en este contexto la seguridad implica tener una mirada amplia y de largo plazo que privilegie los derechos humanos y la democracia. Para ello debe reconocérsele como un derecho de todas las personas en un país plural. Esto supone pautas concretas para las políticas en la materia: el diseño de una política criminal centrada en el uso mínimo, racional y estratégico del derecho penal; la reforma policial; la transparencia y la rendición de cuentas; los controles civiles sobre las autoridades castrenses; la participación ciudadana efectiva; la persecución de los delitos de cuello blanco y de servidores públicos; la no estigmatización de los sectores marginalizados; el respeto irrestricto a los derechos de las víctimas y de los imputados; la tutela del derecho a la intimidad en las estrategias de comunicación social de los órganos que integran los sistemas de justicia y seguridad; la renovación de las políticas de prevención del delito; la regulación apropiada del uso de la fuerza, etc. Sin duda toda una agenda para las organizaciones civiles y para la participación ciudadana.
3.- Sistema de justicia
Algunos de los anteriores elementos requieren el adecuado funcionamiento del sistema penal dentro de procesos democráticos. Porque las deficiencias actuales de este sistema se originan en su perfecta adecuación y funcionamiento en el contexto de un estado autoritario. Dos periodos de gobierno con otro partido en el ejecutivo federal no han significado el fin del régimen autoritario ni de los privilegios para los grupos encumbrados, solamente han reconfigurado la composición de quienes ocupan posiciones dominantes y se ha incluido a actores que pugnaban por tener un lugar. Los beneficios, las cifras sobre la pobreza o la regresión en la ciudadanización de organismos que deberían estar fuera de la órbita de los partidos políticos y otros grupos, son ejemplo de ello, se han restringido a una minoría que emplea todos los recursos a su alcance para perpetuarse.
El autoritarismo, persistente y alimentado pese a los hechos que lo maquillan, encuentra un espacio idóneo en el sistema de justicia. Éste fue empleado para perseguir, encarcelar, amenazar, hostigar o inhibir a quienes disentían y exigían modificaciones en el diseño estructural de los sistemas político y económico. Todo el aparato de procuración y administración de justicia funcionaba bastante bien para garantizar la estabilidad del Estado. La tortura, detenciones arbitrarias, cateos, ejecuciones extrajudiciales, deficiencias en la integración de averiguaciones previas, falta de pruebas, presentación de testigos falsos y muchas otras irregularidades eran comúnmente avaladas por jueces y magistrados sujetos a las órdenes del Ejecutivo.
Sin duda algunas situaciones se han modificado y parece haber mayor autonomía de los poderes. Las autoridades están sujetas a un mayor escrutinio. Pero el sistema de justicia constituye un bastión que resiste a adaptarse a las exigencias de mayor transparencia y de respeto a los procedimientos establecidos. Casos recientes atraídos por la Suprema Corte, entre ellos los de Alberta Alcántara y Teresa González, han mostrado que persiste la inercia de los jueces ante la actuación irregular de las instancias de procuración de justicia.
Se han hecho intentos para transitar a un sistema de justicia favorable a los derechos humanos (tanto de víctimas como de imputados). Hay modificaciones aprobadas que suponen avances, sobre todo en el tránsito a un sistema acusatorio y oral cuyos rasgos garantizan la presunción de inocencia, uno de los derechos más vulnerados en los procesos penales de los cuales hemos tenido conocimiento. Lamentablemente hay en las reformas de 2008 aspectos regresivos que constituyen un fuerte motivo de preocupación.
Entre estas modificaciones, además de la definición de delincuencia organizada, tan laxa que abre el camino a la criminalización de quienes exigen derechos, protestan o disienten, está el arraigo. No tenemos cifras actualmente, pero casos muy publicitados (como el michoacanazo) y otros casos en los que hemos tenido alguna intervención muestran una tendencia a la alza en el uso de esta práctica, de sí ya violatoria de derechos humanos.
Al no haberse alterado el substrato autoritario, ni las prácticas autoritarias, el sistema penal actual reproduce y agudiza las dinámicas de exclusión y marginación al servicio de los estamentos dominantes. Por ello quienes se oponen al actuar autoritario y quienes tradicionalmente han sido vistos como enemigos del Estado experimentan de manera más grave las violaciones de derechos humanos originadas en estos ámbitos. Defensoras y defensores de derechos humanos, activistas sociales, líderes comunitarios, mujeres, indígenas, jóvenes, son algunos de los más afectados por el sistema de justicia en México. Éste, al parecer ha hecho una opción por ellos: la de apostar por inhibir su acción sujetándolos a procesos irregulares de los que esta ausente, en primer lugar, la presunción de inocencia.
Cualquiera de estos tres ámbitos (militares, seguridad, sistema de justicia) ofrece posibilidades amplias para que desde el gobierno se impulsen cambios orientados a reforzar la vigencia de los derechos humanos. No se ha hecho, al contrario, en ellos se ha aprovechado cualquier pretexto para mantener inalterada la configuración de los grupos que poseen el poder. Los intereses facciosos, la falta de un diseño estructural adecuado y coherente, la reticencia a enfrentar decididamente a todos los grupos cuyos intereses se sobreponen al de las ciudadanas y ciudadanos, constituyen, entre otros, los factores que mantienen inalterada la composición del Estado mexicano y, por lo tanto, nos mantienen en la impunidad, muy lejos de un auténtico sistema democrático y bajo el influjo de la violencia originada en la pugna por el poder.
La misma impunidad constituye hoy un obstáculo para el ejercicio y la exigencia de los derechos humanos. La situación de defensoras y defensores de derechos humanos, así como de activistas sociales y de comunidades que día a día resisten no es fácil. Ha sido señalada la vulnerabilidad en que hoy se encuentran. Sin duda esto desalienta la participación. Pero, con sustento en la trayectoria del Centro Prodh y en la de diversas organizaciones y movimientos, la democracia sólo puede construirse con la participación de todas y todos. Esta participación es también el único camino para poner un alto a la arbitrariedad de todos los grupos de poder, incluido el Estado.